Samaín, la fiesta que reapareció en Lugo tras décadas de ostracismo
A finales de octubre, en los portales de Lugo vuelven a asomarse faroles con calabazas talladas y los niños recorren las calles. La escena, hoy cotidiana en muchos barrios, resulta extraña para quienes crecieron sin oír hablar del Samaín. Hasta hace tres décadas la ciudad apenas conocía la palabra. Ahora, cada otoño, Lugo ha recuperado una tradición antigua con rostro nuevo.
El Samaín hunde sus raíces en el mundo celta. Coincidía con el final de la cosecha y el comienzo del invierno, el momento en que se abría un paso entre los vivos y los muertos. Esa herencia sobrevivió de forma dispersa en aldeas del norte y del interior gallego, pero desapareció del paisaje urbano hasta finales del siglo XX. Su recuperación se atribuye al impulso de docentes y divulgadores gallegos a comienzos de los años noventa, con especial referencia al trabajo del profesor Rafael López Loureiro en Cedeira. Desde entonces, la fiesta se fue extendiendo por Galicia y acabó encontrando su espacio en las ciudades, entre ellas Lugo.
El ámbito escolar fue la puerta de entrada. ANPAs y colegios empezaron a organizar concursos de calabazas, fiestas familiares y desfiles. En Lugo, centros como Maristas o el CEIP A Ponte convirtieron esas actividades en tradición, implicando a madres, padres y abuelos. Muchos adultos confiesan que nunca celebraron el Samaín en su infancia, pero lo viven ahora a través de sus hijos. Con el tiempo, las iniciativas escolares atrajeron a equipamientos municipales y asociaciones culturales. A partir de 2017, el Mercado Municipal incorporó talleres de vaciado de calabazas y, un año después, se sumaron obradoiros, meriendas y desfiles de ánimas por la muralla. Desde entonces, la programación se repite cada octubre con variaciones y una participación creciente.
El casco histórico se ha convertido en el principal escaparate. La campaña «Truco ou Trato», impulsada por comerciantes del centro, moviliza cada año a las familias que recorren tiendas y soportales con faroles y disfraces. Es una tarde de movimiento, música y caramelos que reactiva el comercio local y llena las calles entre la Praza Maior y la Rúa Nova. En torno a O Vello Cárcere se concentra otra parte esencial del programa. Talleres de manualidades, cuentacuentos, minirrelatos y actividades creativas atraen a público infantil y familiar, que luego se dispersa hacia el casco viejo o el parque de Rosalía. Es uno de los ejes donde la fiesta adquiere tono comunitario y educativo.
Barrios como Recatelo o A Ponte, con fuerte tejido asociativo y presencia escolar, también se han sumado en los últimos años con actividades de proximidad: decoración de portales, rutas cortas y meriendas vecinales. En zonas como A Piringalla o Paradai, la iniciativa de las ANPAs mantiene viva la tradición a pequeña escala, en patios y plazas.
El Samaín lucense no ha desplazado a Halloween, sino que convive con él. La estética de los disfraces se mezcla con las referencias celtas, las meigas y los cuentos de miedo. En la ciudad, lo comercial y lo simbólico se funden sin conflicto: los niños piden caramelos y tallan calabazas mientras los mayores recuerdan los relatos de ánimas y difuntos. Lo que comenzó como una reivindicación cultural se ha convertido en una costumbre compartida.
La atmósfera otoñal amplifica la sensación de rito. Tres razones explican su consolidación. Primero, porque es una fiesta intergeneracional, capaz de unir escuela, familia y vecindario. Segundo, porque mantiene una escala humana, con actividades breves y cercanas. Y tercero, porque ofrece una identidad propia entre el San Froilán y el frío de noviembre, un punto de luz antes del invierno. El Samaín ha pasado en poco más de veinte años de ser un nombre extraño a una cita estable en el calendario lucense. Hoy forma parte del paisaje emocional de la ciudad: quien no lo vivió de niño lo reconoce en sus hijos, en su portal o en la muralla. Y esa es la señal de que ya no es una novedad, sino una costumbre.