El otoño, una estación de cambios en Lugo

La Praza de Santo Domingo
De la capital provincial en 1833 a la muralla Patrimonio de la Humanidad en 2000

El otoño en Lugo tiene un matiz de frontera entre estaciones y entre tiempos. Muchos de los momentos que marcaron el rumbo de la ciudad ocurrieron en esos meses, como en 1833, cuando un decreto firmado por Javier de Burgos, entonces ministro de Fomento, estableció la nueva división territorial de España. Galicia quedó dividida en cuatro provincias y Lugo pasó a ser la capital de una de ellas. Hasta entonces, era una villa modesta, eclesiástica y de escasa proyección económica. La capitalidad le otorgó un rango nuevo y atrajo las primeras estructuras del Estado: el Gobierno Civil, la Diputación, los tribunales y las oficinas de Hacienda. A partir de ese momento, el poder comenzó a tomar forma en torno a la Praza Maior y el trazado urbano empezó a crecer hacia el sur.

El cambio se reflejó pronto en los números. Según el censo de 1842, Lugo contaba con 6.877 habitantes, una cifra todavía modesta, pero significativa para una capital interior de su tiempo. Con la nueva condición fueron floreciendo la prensa, los cafés donde se debatía de política, los profesionales liberales y las tertulias ilustradas. La ciudad empezó a pensarse como centro y a escribir su propio relato.

Más de un siglo después, otro otoño marcó un cambio más oscuro. En 1936, tras el golpe de Estado del 18 de julio, Lugo quedó bajo control de los sublevados en apenas cuarenta y ocho horas. La resistencia fue escasa, pero las consecuencias, profundas. A partir de agosto y durante todo el otoño comenzaron las detenciones, depuraciones y fusilamientos que afectaron a funcionarios, maestros, sindicalistas y representantes municipales leales a la República.

Los estudios de Lourenzo Fernández Prieto y X. M. Núñez Seixas documentan esa etapa como un tiempo de represión intensa y rápida consolidación del nuevo poder provincial. El Gobierno Civil, instalado en la Praza Maior, se convirtió en eje del mando militar y civil. La vida cotidiana adoptó un tono de discreción: el miedo sustituyó al bullicio, y la ciudad —sin frente de batalla, pero con heridas invisibles— entró en un silencio que duraría años. Fue un otoño largo, que nunca parecía acabar.

No todos los otoños fueron sombríos. En noviembre del año 2000, la muralla romana de Lugo fue declarada Patrimonio Mundial da Humanidade por la UNESCO. El reconocimiento, fruto de un proceso iniciado tres años antes, devolvió a la ciudad su dimensión simbólica: la de ser frontera entre el pasado y el presente. La muralla, única de origen romano que se conserva íntegra, pasó a ser emblema universal y orgullo ciudadano, la piedra que une lo que fue con lo que aún sigue siendo.

En la actualidad, con la llegada del otoño, Lugo revive algunos ecos de su pasado. Las luces del San Froilán se apagan, las hojas cubren los paseos y el Miño baja más lento. Cada rincón guarda una estación distinta de su historia: la del poder que llegó con la capitalidad, la del miedo que trajo la guerra, la del reconocimiento que devolvió la muralla al mundo. Y en esa superposición de tiempos, entre el humo de las castañas y la humedad de los soportales, la ciudad parece seguir escribiendo —con voz baja y paciencia— su característico otoño nublado, fresco y lluvioso.